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Bitácora de viaje: 13 de enero de 2024, 7:50 a. m.

«La honradez es siempre digna de elogio aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho», expresó Cicerón. ¿Estás de acuerdo con esta frase de este orador romano a quien se lo considera el más grande de los retóricos de la prosa en latín? ¿Es cierto que la honradez no nos reporta ni utilidad, ni recompensa ni provecho? Quédate conmigo. Te invito a conversar un rato, tacita de café de por medio, por supuesto.

Bueno, quizás ya sepas que cada una de mis bitácoras surge de una anécdota cotidiana, de lecciones que me enseña la vida diaria.

En esa ocasión, era viernes. Como siempre, me preparé para ir a la clase de yoga Bikram o yoga con calor. ¿En qué consiste? Pues bien, son 26 poses que se repiten dos veces, en una habitación cerrada con una temperatura de entre 38 y 40 grados centígrados.

Siempre pensé que me sería imposible tomar una clase como esa porque sufro de baja presión constante; pero después de intentarlo una vez me di cuenta de que me ayuda muchísimo con la flexibilidad y es muy desintoxicante. Al terminar cada clase, siento un gran alivio y un bienestar general difícil de explicar con palabras. Sería algo así como rejuvenecer, por unos instantes.

Ese viernes en particular, tomé mi alfombrita, una manta absorbente, una toalla para secarme la cara y la indispensable botella de agua. Tenía todo listo. Estaba bien preparada. Fui más temprano de lo habitual para poder relajarme un rato en la alfombrita antes de que comenzara la clase.

¿Qué habrá pasado al llegar al estudio? Me di cuenta de algo que parece trivial, casi insignificante; pero en verdad no lo es para poder practicar yoga con calor. ¿Qué sería? No había llevado una hebilla o banda elástica para atarme el cabello.

Como te imaginarás, para hacer ejercicio con una temperatura de casi 40 grados es imperioso atarse el pelo; pero, por desgracia, no tenía con qué. Iba a ser muy complicado hacer muchas de las poses con el cabello suelto, cubriendo por completo mi cara bañada en sudor.

Entonces, fui al vestuario para ver si alguna de mis compañeras podía prestarme una; pero ya no había nadie allí. Estaba vacío. Para mi sorpresa, sobre el vanitory del vestuario, encontré un alhajerito con muchas bandas elásticas para el cabello. La dueña del estudio las había puesto para que todos aquellos que se habían olvidado de llevar algo tan necesario pudieran tomar una y así ejercitar con comodidad.

Tomar una. Hago mucho énfasis en esto.

Entonces, saqué una banda elástica del alhajero y me até el cabello bien alto. Ahora sí estaba más que lista para la clase. Insisto, tomé una. Eso era lo justo y necesario. No saqué de más por las dudas. No guardé banditas extra para otro día. Una era suficiente y en absoluto necesaria. En ese momento, sentí una inmensa gratitud por ese pequeño regalo del cielo.

A partir de esa experiencia, me surgieron varias preguntas. Te las comparto para reflexionar juntos. ¿Qué te parece?

¿No sería óptimo que la sociedad en general no abusara de lo gratuito? ¿No sería excelente que la honradez se practicara en público y en privado? ¿No sería estupendo que vivamos con valores, ya sea que haya o no haya alguien mirando?

Creo que todos anhelamos vivir en un entorno en el que la honradez sea una virtud cotidiana y no un instrumento herrumbrado por falta de uso porque, seamos sinceros, no siempre actuamos como deberíamos. No siempre hacemos de la honradez nuestra bandera. No siempre predicamos con el ejemplo y no siempre somos honrados, por completo.

Pero, a diario, la vida nos presenta situaciones en las que podemos elegir. Sí, podemos elegir actuar con honradez o con engaño. Decir la verdad o recurrir a la mentira. Practicar la integridad o fragmentar la vida. Predicar con el ejemplo o ser solo palabras al viento.

Este es un ejercicio que depende en absoluto de nosotros. No involucra a otros porque somos nosotros los que, al final del día, nos tendremos que ir a dormir con nuestra propia conciencia y, como remarca el refrán: «La mejor almohada es una conciencia tranquila».

¿Te has puesto a pensar que nuestra propia conciencia es una de las pocas cosas con carácter intransferible? Tú y yo podemos transferir todo tipo de bienes, muebles e inmuebles; moneda digital, etc.; pero nuestra propia conciencia tiene carácter intransferible, o sea, nos acompañará toda la vida de manera inevitable, indefectible.

Retomo la frase que escribió Cicerón: «La honradez es siempre digna de elogio aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho».

Considero necesario que repasemos el significado de «honradez». Según la Real Academia Española, «honradez» es sinónimo de «integridad en el obrar». Esta integridad en el obrar que menciona el diccionario, ¿es una virtud innata en nosotros o una que se desarrolla con la práctica? ¿Crees que actuamos de la misma forma en público y en privado? Nuestros seres queridos en general, ¿nos ven obrar con integridad?

Por último, te invito a imaginar que tú y yo estamos de nuevo frente a ese mismo alhajerito lleno de bandas elásticas para el cabello, ¿cuántas tomaremos?

Una simple banda elástica para el cabello. Algo trivial e insignificante, si se quiere, que puede marcar la diferencia entre actuar con honradez o dejar que el engaño nos arrincone y perdamos la batalla.

«La honradez es siempre digna de elogio», escribió Cicerón. Desde este rinconcito de encuentros donde tú y yo nos reunimos para conversar sobre temas diversos, me atrevo a agregar que la honradez reporta una gran recompensa. ¿A qué me refiero en particular? A la recompensa de disfrutar de una conciencia tranquila. A diario.

Anhelo que tú y yo seamos testigos de más actos dignos de elogio en los que la honradez sea la protagonista principal.

Otra vez, gracias por tu compañía.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 7 de julio de 2023, 5:56 p. m.

¿Tienes ganas de leer una anécdota tragicómica? ¿Sí? Perfecto, entonces quédate conmigo.

En esa ocasión, estaba de visita en mi ciudad natal. Había alquilado un monoambiente minúsculo, con un baño más diminuto aún.

Después de cenar, siempre me baño antes de acostarme. Ese día ya eran más de las nueve de la noche. Dejé el celular en la cocina, llevé mi ropa de dormir al baño y abrí la ducha con agua bien caliente, por supuesto, con toda la ilusión de relajarme por completo. Para evitar que el vapor inundara todo el departamento e impregnara de humedad aquel monoambiente, cerré la puerta placa detrás de mí. Como te conté, el baño era tan pequeñito que apenas podía girar el cuerpo para secarme y cambiarme.

Terminé de ponerme el pijama en un santiamén. Estaba deseosa por irme a dormir. Tomé la manija de la puerta y…, para mi gran sorpresa y estupor, no abrió. Así de simple. No abrió. Pensé: “Seguro está un poco hinchada y se va a destrabar si tiro con más fuerza”. Entonces, lo intenté de nuevo. Y de nuevo. Diez veces, por lo menos. Nada. No se movía ni un milímetro.

¿Conclusión? Me había quedado encerrada en ese minúsculo baño.

Ya eran cerca de las nueve y media de la noche y allí estaba yo, sin celular, o sea, sin poder comunicarme con el exterior. Nadie se iba a dar cuenta de mi ausencia. O, al menos, por unos días. ¿Cómo iba a sobrevivir ese encierro si nadie se percataba de mi “desaparición”?

Traté de mantener la calma e hice un rápido racconto de mis recursos indispensables: comida no tenía; pero sí agua de la canilla. 

¿Cómo podría escapar de allí? ¿Cómo podía pedir ayuda a través de las paredes? Recorrí el ambiente con la vista para encontrar algo metálico para usar como palanca. Nada… Entonces recurrí a la única herramienta disponible: los gritos a todo pulmón para lograr que el vecino del mismo piso me escuchara. Nada.

De pronto, divisé una rejilla cerca del techo. Era la ventilación. Por allí se escuchaba el audio muy bajito de un televisor funcionando. Tomé un peine plástico bien rígido y comencé a golpearlo con firmeza contra esa rejilla, mientras vociferaba: “Holaaaaa, ¿hay alguien allí?”, “Holaaaaa, ¿hay alguien allí?”. Pero nada… Me cansé de gritar y nadie respondió.

Mi única esperanza era que alguien me escuchara a través de ese ducto de ventilación común a todos los pisos del edificio. Sí, que me escuchara, se apiadara de mí y me rescatara. Agotada de tanto gritar, recuperé la respiración y, cinco minutos más tarde, volví a intentarlo: “Holaaaaa, ¿hay alguien allí?”. Entonces, una voz muuuuy lejana me contestó: “Hola, ¿dónde estás? ¿Qué te pasó? ¿Cómo puedo ayudarte?”.

¡No lo podía creer! Alguien se había hecho eco de mis gritos. Ya no estaba “sola” encerrada en el baño. Tenía una “aliada desconocida” que me ayudaría a escapar de esa pequeñísima cárcel improvisada.

“Estoy encerrada en el baño del primero A. ¿En qué piso estás?”, le contesté con una alegría inmensa. “Estoy en el quinto piso”, me respondió. “Voy a llamar a un cerrajero a domicilio para que te abra la puerta y puedas salir”, agregó.

¿Me sigues hasta ahora con la historia? O sea, quedé encerrada en un primer piso y mi “ayuda divina” surgió del quinto. Tal cual. Mi clamor atravesó tres pisos para llegar a los oídos de una buena samaritana que se encargó de llamar a un cerrajero y quedarse con él en el lobby hasta que me vio salir sana y salva de aquel “claustro”. A todo esto, eran más de las diez de la noche…

Gracias a Dios y a aquella alma caritativa, no tuve que pasar la noche en aquel bañito, o mejor diría, en esa celda traicionera.

¿Moraleja? Nunca más cierro la puerta del baño al ducharme en mi casa. Siempre la dejo apoyada…

Espero que te haya causado gracia esta anécdota “tragicómica” al imaginarte la situación: estaba conversando con mi rescatista a través de los ductos del baño…

¿No te hizo recordar las conversaciones telefónicas de nuestra infancia, esas que improvisábamos por medio de dos latitas conectadas con un hilo?

Te pregunto, ¿te ha pasado algo similar? ¿Cómo te sentiste? ¿Sufres de claustrofobia? Según el sitio web https://www.psicoglobal.com/miedo/claustrofobia, la claustrofobia es un miedo irracional a los espacios cerrados. Los que se asocian a este tipo de miedo son: los ascensores, túneles, trenes, coches, sótanos, aparatos de resonancias, las cuevas, habitaciones pequeñas, etc. Pues bien, me tomo el atrevimiento de agregar otro lugar bien específico a esta lista prolífica: los baños.

En fin, aquella situación se resolvió bien y salí “airosa” de aquel bañito; pero hoy mi intención no es focalizarme en moralejas ni en recuerdos de nuestra infancia. Tampoco en los baños ni en sus artimañas.

Este encierro repentino me enseñó una gran lección: muchas veces, las respuestas y las soluciones que esperamos en la vida pueden surgir de los lugares más recónditos y de manos de las personas más inesperadas.

Siempre te leo una frase que viene al punto. La que elegí para hoy es de Lynda Barry, una dibujante de humor ilustrado muy reconocida por ser una de las doce mujeres que merecen un reconocimiento de por vida al logro según Comics Alliance y dice así: «Pase lo que pase, espera lo inesperado. Y siempre que sea posible, sé lo inesperado».

Por favor, ayúdame a ver si entendí bien: ¿pase lo que pase espera lo inesperado…? ¿Aunque se trate de quedarse encerrado en el baño? Bueno, en mi caso específico puede comprobarlo. Mi ayuda inesperada “cayó del cielo” o, mejor dicho, del quinto piso cuando yo creía que vendría de mi vecino del frente, del segundo, del palier o del pasillo.

Siempre incluyo preguntas como disparadores del pensamiento reflexivo. A ver, cuéntame, ¿has recibido ayuda cuándo menos lo esperabas? ¿Quién “te rescató” más seguido: tus amigos, familiares, conocidos o personas al azar? ¿Te ha tocado “ser lo inesperado” para los demás? Por lo pronto, te hago un racconto de los “factores paliativos” que me ayudaron a mantener la calma en ese encierro: repasar los recursos a mano, pedir ayuda de forma insistente, no rumiar sobre los peores escenarios posibles, dar gracias por los elementos disponibles, entre otros. Recuerda: la solución puede llegar cuando menos te lo imaginas, del rincón más insospechado. Por eso hoy, mi queridísimo lector, te invito a esperar lo inesperado; pero más aún, te invito a “ser lo inesperado”.

En cualquier momento, en cualquier lugar, en cualquier circunstancia. Alguien, muy cerca de ti, está esperando tu ayuda. Por favor, sé lo inesperado. Y actúa rápido.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 12 de mayo de 2023, 6:54 p. m.

¿Has hecho snorkel alguna vez? ¿Qué te pareció la experiencia?

¿Te comparto un secreto? Bueno, cuando el capitán del minúsculo catamarán nos invitó a navegar hasta el arrecife de coral, lo dudé por un instante. ¿Por qué minúsculo? Porque solo entraban cinco personas, así que sí, era pequeñísimo. ¿Por qué lo dudé? Porque la idea de navegar en ese bote tan rudimentario unos tres kilómetros para ver pececitos de colores me pareció un tanto arriesgada. ¿Arriesgada? Sí, en especial, porque el clima estaba cambiando y en el horizonte ya divisábamos algunas nubes oscuras de tormenta. Pero él fue muy insistente y, para convencernos, nos mostró un videíto de la fauna que íbamos a observar. Después de ver esa maravilla, nos decidimos de inmediato.

Ya con los salvavidas puestos nos adentramos en esas aguas con impresionantes tonos de turquesa y azul profundo. La travesía hasta el arrecife fue muy suave. El mar estaba calmo, como dormido. Al llegar al lugar indicado, el capitán nos ayudó a ponernos el snorkel y a saltar. 

El agua era tan transparente que podíamos ver el fondo rocoso con los corales sin hacer esfuerzo alguno. Te puedo asegurar que nunca vi taaaantos peces juntos… Algunos redondeados con matices plateados, otros con manchas amarillas y rayas negras. El que más me gustó fue uno más alargado con tonos celestes y azulados que nadaba cerca del fondo. Al parecer, era un tanto huraño o, por lo menos, no le interesaba mucho recibir visitas a esa hora del mediodía. Te soy sincera, eso más que cardumen parecía un hervidero. Había tantos peces que sentía que algunos me pellizcaban, con gran suavidad, los dedos de los pies. Otros parecían enredarse con mi cabello. Pasaban tan cerquita de mis antiparras que podía observar todos sus detalles: sus ojitos muy redondeados, sus escamas alineadas a la perfección y sus motitas negras bien definidas. Por desgracia, había uno al que lo habían atacado y le faltaba parte de su anatomía, por así decirlo. El capitán nos explicó que las barracudas grandes suelen arrasar con estos peces más pequeños. Al parecer, nuestro amiguito había sobrevivido a una de esas embestidas; pero llevaba en su cuerpo la marca de esa brutal agresión como recuerdo.

De pronto, las olas empezaron a zamarrearnos con más fuerza. El viento había empezado a soplar con bastante intensidad. Era hora de regresar… A pesar de que el tiempo nos apremiaba, quise sumergir la cabeza por última vez. Por nada quería despedirme de aquel paisaje submarino paradisíaco. Pero teníamos que volver de inmediato para evitar la tormenta. El capitán se sumergió con mucha prisa hasta el lecho de coral para destrabar el ancla. Luego, hizo virar el bote con gran rapidez. Entonces, el catamarán empezó a rebotar sobre las olas con muchísima potencia. Nuestros cuerpos comenzaron a sacudirse a ese ritmo vertiginoso. Tuvimos que adentrarnos varios kilómetros para poder amortiguar un poco la embestida del agua. Así evitamos que las olas más grandes no nos azotaran sin piedad. Nuestro experto capitán seguía en su puesto muy calmo, como al principio. Mientras tanto nosotros, cual marineros muy improvisados, apretábamos las amarras al máximo para no salir despedidos por el aire. Nos quedaron marcadas las uñas en las palmas de las manos de tanta fuerza que hacíamos para no caer de forma estrepitosa en aquellas aguas turbulentas. Tal como te imaginarás, cuando llegamos a la playa nos sentíamos aliviados, rendidos de cansancio y en extremo sorprendidos por lo que habíamos contemplado. Fueron tres horas imperdibles. Una aventura sin igual. En lo personal, un espectáculo nunca antes visto. Tres días más tarde, todavía parecía sentir en todo mi cuerpo la cadencia de esas olas poderosas.

Hoy, con nostalgia y ya lejos de aquella playa paradisíaca, al relatarte esta historia recordé una documental que vi hace tiempo. Captó mi atención un dato que mencionaba y es el siguiente: Los científicos descubren cada año unas 20000 nuevas especies de fauna y flora (esto sin contar muchos miles de microorganismos). Un dato un tanto curioso, ¿no te parece? Además, National Geographic afirma que «un 86 por ciento de las especies de la tierra aún no han sido descubiertas. Eso significa que los científicos han catalogado menos del 15 por ciento de las especies vivas y, con el ritmo de extinción actual, muchos organismos dejarán de existir incluso antes de que podamos documentarlos».

Recapitulemos. Descubrimos cerca de 20000 nuevas especies por año y conocemos menos del 20 por ciento de las existentes. Esto quiere decir que ese vasto mar en el que tuve el privilegio de hacer snorkel esconde muchísimos secretos por descubrir. Esto significa que los bosques por los que caminamos a diario guardan miles de misteriosos animalitos al acecho. Esto expresa que hay cientos de miles de microorganismos enigmáticos escondidos en las arenas de las playas donde nos relajamos a tomar sol. En resumen, esto declara nuestra pequeñez al momento de reconocer lo poco que sabemos de la inmensa naturaleza que nos rodea.

Siempre te comparto una frase relacionada con el tema. La de hoy la escribió el más grande arquitecto de los Estados Unidos, o sea, Frank Lloyd Wright, y dice así: «Estudia la naturaleza, ama la naturaleza, acércate a la naturaleza. Nunca te fallará»No es extraño que esta cita célebre surgiera del padre de la arquitectura moderna, del diseñador que introdujo el concepto de arquitectura orgánica con sus casas usonianas. ¿Usonianas? Sí, tal cual. Te cuento cómo son. Estas viviendas se caracterizan por su transparencia visual, por sus espacios muy abiertos, y por sus interiores y exteriores en armonía. Muchos afirman que a cada casa que diseñó se la podría comparar con un organismo vivo con todas sus partes relacionadas de forma equilibrada. De ese modo, la forma y la función quedan entrelazadas. A ver, te repito este concepto: cada casa que diseñó se puede comparar con un organismo vivo con todas sus partes relacionadas de forma muy equilibrada. Sin dudas, Lloyd plasmó en sus más de mil creaciones su enorme pasión por la naturaleza. Y, hasta el día de hoy, nos exhorta a todos diciéndonos: «Estudia la naturaleza».

Esta sugerencia que nos hace este arquitecto; pero también escritor y educador estadounidense, viene de la mano de un imperativo. Nos invita y nos induce a la acción. Nos motiva y nos anima a la vez. Según las voces populares, «conocer es amar», ¿no es cierto? Por lo tanto, creo que, si hacemos de la naturaleza el objeto de nuestro estudio, con seguridad llegaremos a apreciarla. A amarla, con todas las letras. La tercera invitación de este prolífico creador es a «acercarnos a la naturaleza». En esta era digital en la que el centro de atención parece ser siempre una pantalla, él nos impulsa a salir al exterior, o sea, a adentrarnos en la diversidad del medioambiente para deleitarnos con cada minúscula creación, por más insignificante que nos parezca. También nos regala una promesa: «Acércate a la naturaleza, nunca te fallará».

Siempre incluyo preguntas para reflexionar y este episodio no será la excepción. A ver, cuéntame, ¿consideras que la naturaleza puede fallarnos? ¿Cuáles son los beneficios de sumergirnos en la naturaleza? ¿Es posible que estudiemos la naturaleza y que nunca lleguemos a apreciarla en plenitud? Y, por último, una un tanto personal: ¿te gustaría embarcarte en una aventura así? Creo saber de antemano tu contestación. Quedo a la espera de tus respuestas.

Por lo pronto, acaricio de nuevo la promesa que encierra su frase: «La naturaleza nunca te fallará». En la actualidad, muchas relaciones fluctúan y se ven traicionadas. También fracasan muchas alianzas y, a menudo, lo prometido no es deuda. Sin embargo, la naturaleza sigue con su inmutable ritmo de regalarnos amaneceres espectaculares, atardeceres magníficos, praderas y junglas, montañas y valles impresionantes. Si te detienes a observarlos, verás que sus ciclos se repiten con precisión maestra y siempre; pero siempre, siempre, predomina su presencia; aunque nosotros, los seres humanos, nos ausentemos cientos de veces y no la cuidemos como se lo merece.

La naturaleza nunca, pero nunca jamás, deja de generar espacios inusitados para que nos sumerjamos en su belleza. Así como ese día de abril en el que me hice snorkel por primera vez y puede experimentar, con todos los sentidos y en todo mi cuerpo, una minúscula cuota de la potencia y la deidad del océano.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 10 de marzo de 2023, 11:34 p. m.

Quiero compartir contigo una anécdota graciosa sobre un hecho que me ocurrió cuando manejaba hacia el gimnasio. Como verás, este es un tema recurrente en mi vida. Todos los días ejercito después de trabajar y ese día en particular tenía muy poco tiempo, menos de una horita; pero igual quería ir para no alterar esta rutina saludable.

Al doblar a la izquierda para ingresar al estacionamiento del gimnasio, una camioneta negra bastante grande empezó a hacer marcha atrás, justo delante de mí. Para ser más gráfica, el conductor estaba saliendo al mismo momento que yo ingresaba. Por el gran tamaño de su vehículo, no había forma de esquivarlo por el costado para llegar a mi destino más rápido.

Para mayor exasperación de los que esperábamos en fila detrás de él, ese señor conductor se tomó todo su tiempo para poner reversa y salir. Mientras él retrocedía a velocidad ultralenta, mis pensamientos iban a velocidad supersónica maquinando mil formas de esquivarlo.

Por unos instantes, recordé unos dibujitos animados que, de forma esporádica, miraba en mi infancia. ¿Te imaginas a cuáles me refiero? Sí, a los Supersónicos. Me hubiera encantado tener un auto espacial como ellos y volar a toda prisa por encima de esa camioneta. Te confieso que en otra época de mi vida hubiera recurrido a la bocina para hacerle saber a este buen hombre que estaba detrás de él esperando con paciencia impacientada, por supuesto, mi turno para estacionar.

Cuando su coche quedó bien perpendicular a mi automóvil, puede leer su placa o chapa patente, como suelen llamarlas en Argentina. Te cuento que acá en Canadá, cada conductor puede elegir con libertad qué palabras o frases poner en sus placas; siempre y cuando no sean ofensivas, de mal gusto o discriminatorias.

Este buen señor había elegido para su patente dos palabras que formaban una frase muy pertinente. Dos que lo describían a la perfección. Estos vocablos me enseñaron una excelente lección en la escuela de la vida diaria o, mejor dicho, en la universidad de la calle.

Con las típicas letras azules sobre fondo blanco de las licencias de Ontario, y para mi gran asombro, la frase decía: At peace. Increíble, ¿no? At peace, o sea, en paz… Claro, ahí me di cuenta por qué ese conductor manejaba con suma paciencia y tranquilidad extrema. Además, al parecer, quería transmitir ese mensaje a todos los que conducían detrás de él. At peace… Te confieso que lo que menos sentía yo en ese instante era paz porque quería llegar al gimnasio cuanto antes para completar mi rutina rápido y seguir con la siguiente tarea en mi lista interminable de pendientes… At peace… En paz.

La paz es un tema que me apasiona. Al respecto, leí una cita de Francisco de Asís que me pareció oportuna. Por eso, te la comparto hoy: «Que la paz que anuncian con sus palabras esté primero en sus corazones». Antes de seguir con el episodio, quiero contarte que tuve el privilegio de visitar Asís o Assisi, como la llaman en Italia a esta comuna en la región de Umbría de donde es oriundo San Francisco. Si me haces compañía hasta el final te daré algunos tips para recorrer esta joya turística si decides visitar la península itálica en tu próximo viaje.

¿Por qué esta frase de San Francisco me motivó a reflexionar? Sencillo, porque creo que muchas veces nos encontramos pregonando la paz con nuestras palabras, o sea, de labios para afuera; pero nuestro interior es una debacle interminable de emociones turbulentas, un caos insostenible de pensamientos enredados o una maraña inusitada de altibajos sentimentales.

A ver, ayúdame a encontrar respuestas a estas cuestiones: ¿Por qué a los seres humanos nos cuesta tanto practicar lo que pregonamos? ¿Es posible que nuestro discurso esté empapado de expresiones pacíficas; pero que nuestros hechos demuestren todo lo contrario? ¿Acaso podemos anunciar la paz a viva voz; pero en silencio avivar el fuego de la contienda? ¿No es contradictorio usar frases que transpiran tranquilidad, como ser: “Solo quiero vivir en paz”; pero a la vez elaborar estrategias para confrontar a quienes nos provocan o planes para vengarnos de quienes nos hacen daño? No sé qué palabra viene a tu mente al escuchar estas preguntas; pero a mí la primera que resuena es “dicotomía”. Este es un vocablo que me hace sentir incómoda porque se refiere a una división en dos partes, a una bifurcación y creo que, como en todo en la vida, es indispensable la sintonía entre lo que brota del corazón y lo que fluye de los labios.

Ahora sí, los tips que te debía por si decides visitar Assisi: ponte zapatillas cómodas porque las colinas son muy empinadas y la mayoría del recorrido es a pie. Lleva una mochila pequeña con lo indispensable y una botella de agua recargable porque no querrás arrastrar peso por los senderos empinados y vas a estar sediento de tanto caminar. Además, mucho cuidado si manejas porque las callecitas son muy angostas y la mayoría de una sola mano. Por último, si te gustan los postres dulces no dejes de probar los cannolis. ¡Son imperdibles!

Me despido por hoy; pero permíteme retomar mi ejemplo del conductor del principio. Su placa decía At peace, es decir, en paz… Y así manejaba. Inmutable y sin apuro. Y así se desplazaba, en medio del trajín; pero con calma. Y, al parecer, esa calma era tan genuina porque brotaba primero de su corazón. «Que la paz que anunciemos con nuestras palabras esté primero en nuestros corazones».

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 3 de febrero de 2023, 9:12 a. m. 

A finales del año pasado viajé a Rosario, Argentina, por motivos personales. Fue una visita prolongada. Dos meses y medio, para ser más precisos. Por lo tanto, decidí asociarme a un gimnasio a dos cuadras del departamento que alquilaba. Era imprescindible que quedara muy cerca para poder ir y volver bien rápido, antes de arrancar con la jornada laboral.

Para quienes no saben cómo es el clima en esta imponente ciudad de más de 1 000 000 de habitantes, les comento que de noviembre a marzo las temperaturas son muy elevadas, con mínimas de 28 °C al amanecer y máximas de más de 40 °C durante el día. Además, la humedad es altísima por la enorme masa de agua que acarrea el río Paraná que la circunda.

Para evitar ejercitar con calores excesivos, decidí asistir a una clase grupal de gimnasia funcional que se daba a las 7:15 a. m. Organicé mi agenda al minuto y me convencí diciendo: «Mientras más temprano vaya al gimnasio, menos voy a sufrir el calor». Muy decidida, asistí a la primera clase. Superintensa, debo admitirlo. Para mi sorpresa, se dictaba en el tercer piso del gimnasio, o sea, el último. Subir las escaleras nunca fue problema alguno, por el contrario, al hacerlo ya estaba ejercitando. Eso, de por sí, contribuía con el segundo de mis objetivos, es decir, bajar de peso.

Hasta aquí, todo bien. Ahora, hubo un factor muy influyente que no había previsto: ese salón inmenso tenía techo de chapa galvanizada y el calor que irradiaba quedaba «encarcelado» entre esas cuatro paredes. Era tan intenso que aún con ventiladores y aire acondicionado era imposible disiparlo. Como te imaginarás, no solo transpiraba por la intensidad de la clase; sino por la sensación de baño turco que imprimía el ambiente.

Traté, por todos los medios, de no pensar en ese calor agobiante. Para contrarrestar este hecho en particular, me focalicé en prestarle suma atención a la frase anónima pintada con letras amarillas inmensas en uno de los muros: «Cuando pienses en rendirte, recuerda la razón por la que empezaste». Sí, textuales palabras: «cuando pienses en rendirte, recuerda la razón por la que empezaste». La releí una y miles veces entre cada serie de abdominales. A propósito, me ubicaba de frente a ese mural mientras hacia las sentadillas. La miraba de reojo al tiempo que levantaba las mancuernas. Y la repasaba por última vez al estirar los músculos para finalizar la clase. Puedo asegurarte que quedó impregnada en la bitácora de mi mente. Para siempre.

Ahora sí, te soy franca. Infinidad de veces pensé en no ir al gimnasio. Otras tantas, surgieron excusas de distinto tipo para no hacerlo: «Hoy no porque hace muchísimo calor». «Mañana no porque no voy a tener tiempo». «El sábado no porque tengo que terminar un proyecto». «El domingo no porque tengo visitas». En inglés usamos la expresión “You name it” para indicar que esta lista es interminable…

¿Fueron excusas válidas? No. ¿Les hice caso? Menos que menos. Y me obligué. Sí, me obligué una y otra vez porque es por mi bien. Mi salud presente está en juego. Mi bienestar futuro también.

¿Te gustaría que comparta un pequeño logro contigo como corolario de esta constancia? Bien, desde que empecé a entrenar casi a diario bajé 5 kilos. Algunos podrán decir que no es mucho; pero para mí es un «verdadero logro». Además, en estos últimos tiempos, he aprendido a celebrar pequeñas victorias como esta.

Entonces, cada vez que pienso en no completar las secuencias, en saltear un día de entrenamiento, en dejar por la mitad una rutina o en rendirme porque parecería que ciertos ejercicios me cuestan mucho, recuerdo las palabras de esta cita que te repito hoy: «Cuando pienses en rendirte, recuerda la razón por la que empezaste». Quizás parezca trillada y hasta cursi. Pero no lo es. Y encierra una gran verdad: la razón por la que comenzamos una actividad es el norte que nos sostiene cuando nos golpean los impetuosos vientos de la inconstancia. Es el motor que propulsa nuestra nave en los mares del desánimo.

Ahora sí, como de costumbre, te regalo algunas preguntas para reflexionar: ¿Qué lugar ocupa el cuidado de tu cuerpo en tu rutina diaria? El entrenamiento físico, ¿es una prioridad o una «carga» en tu vida? ¿Qué clase de ejercicios o deportes disfrutas más? ¿Ejercitas solo cuando quieres bajar de peso o lo haces de forma constante por tu bienestar y para prevenir problemas médicos?

Quizás hayas escuchado este episodio mientras estabas en la caminadora en el gimnasio y, al igual que yo, pensaste en bajarte de la cinta y no completar los 45 minutos que te habías propuesto. Quizás, pensaste no hacer la tercera serie de abdominales. Tal vez, tomaste las mancuernas más livianas para no esforzarte tanto. Conozco la fachada de esa clase de pensamientos y actitudes bien de cerca porque me asaltaron muchas veces.

Por eso, te invito a que recuerdes la frase que te compartí hoy: «Cuando pienses en rendirte, recuerda la razón por la que empezaste». Te animo a que la escribas con tinta indeleble en la bitácora de tu mente, tal como la grabé a fuego en ese gimnasio. Así, cada vez que te asalte el desánimo, la falta de ganas o los pocos deseos de ejercitar, recordarás que invertir tiempo en entrenar tu cuerpo no es un objetivo egoísta. Al contrario, tus seres queridos te lo agradecerán. Y verás que en tu propia vida cada día lo disfrutas más.

De corazón te pido, no dejes de entrenar.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 7 de diciembre de 2022, 1:46 p. m.

Un domingo tuve que esperar una hora junto a un altísimo jacarandá. Allí observé el accionar de una palomita en pleno proceso de construir su nido. Recorría el piso mientras investigaba qué elementos esparcidos le servían como «materiales de construcción». Captó mi atención su minucioso proceso natural de selección. Levantó diversos gajitos, pero no todos eran útiles. Solo llevó al nido los imprescindibles.

Esto me llevó a pensar sobre ser selectivos. Selectivos para construir amistades, para asignar horas de nuestro tiempo, para atesorar recuerdos y más selectivos aún para eliminar «ciertas memorias». Pero, en los procesos de selección que hacemos, qué prevalece: ¿nuestras preferencias innatas o existe un sentido de responsabilidad que nos lleva a optar por una opción y no otra?

Al respecto, hay una frase de Viktor Frankl, psiquiatra austríaco sobreviviente de Auschwitz, que dice: «Ser responsable significa ser selectivos».

Según sus palabras, la responsabilidad y el proceso de selección están vinculados. Ese sentido de responsabilidad nos lleva a alejarnos de personas que no nos benefician, nos motiva a dedicar horas a causas nobles y no a causas perdidas, nos impulsa a guardar los recuerdos dulces y a borrar los que nos hirieron.

¿Has oído hablar de la «memoria selectiva»? Sirve para guardar aquella información con gran significado para nosotros y para desechar eso que nos intranquiliza, es decir, almacenamos una menor cantidad de información útil, pero en extremo importante.

«Ser selectivo» es sinónimo de ser específico, focalizado, centrado, preciso y puntual. Retomemos el ejemplo de la paloma. Su objetivo claro era construir un nido sólido, por eso, no usó todos los materiales disponibles. Eligió los imprescindibles, desechó los inadecuados y no se detuvo a evaluar por qué algunos no servían. La «responsabilidad» de seleccionar los más nobles para crear un refugio seguro la impulsa a ser muy precisa, a concretar su meta específica.

En mi propia vida, al igual que esa palomita, elijo no retener todo lo que escucho, no acordarme de los sinsabores, no memorizar imágenes perturbadoras, no rememorar los dolores de mi infancia, no tropezar con comentarios inútiles ni palabras nocivas, o sea, trato de ejercitar mi memoria selectiva porque tengo una responsabilidad vital hacia mí misma: Construir una mentalidad sólida, una forma de pensar más precisa. No creo haberlo logrado todavía; pero me esfuerzo por trabajar mi atención selectiva, por entrenar mi forma de pensar en el campo de juego correcto y por encender una antorcha cuando me asedian los pensamientos negativos.

Reflexionemos juntos: ¿Eres una persona muy selectiva? ¿Tus procesos de selección fueron beneficiosos o te has desvinculado de relaciones importantes por ser selectivo? ¿Crees tener una memoria selectiva?

Cuando visites los parques de tu ciudad; te invito a que te detengas a admirar las palomas. Podrán parecerte aves muy simples por la inmensa cantidad que hay; pero te maravillará ver lo selectivas que son al construir su hogar.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 27 de septiembre de 2022, 8:28 p. m.

Una pareja de amigos nos invitó a cenar. Pensé: ¿Qué llevamos para agasajarlos? Mi esposo insitió: «¡Un vino tinto!». Le dije que los expertos en ceremonial sugieren no llevar vinos porque no se sabe cuál será el menú. Yo quería obsequiarle algo saludable a la dueña de casa, una gran amiga con cáncer en estadio IV en pleno proceso de remisión. Ella no tiene terreno para sembrar; pero debe ingerir alimentos sin pesticidas para recuperarse mejor. Entonces, recolecté los mejores tomates de mis almácigos. Al llegar, se los di y exclamé: «¡Directo de nuestra huerta orgánica!». Ella, al ver el paquete, gritó: «Este es el mejor regalo que me podrían dar. Esto es “oro puro”».

Así corroboré algo importante: No es el precio que hayamos pagado por el regalo. Tampoco la tienda de moda donde lo hayamos comprado. No pasa por haberlo adquirido en el extranjero, ni por el tamaño del obsequio. La clave es la intención del dador, el motivo que nos impulsó a entregar esa dádiva y no otra.

Al respecto, te comparto una frase de Séneca que dice: «Un regalo no consiste en lo que se hace o se da, sino en la intención del dador o del hacedor».

Por eso, a la hora de regalar algo, ¿por qué no hacer un ejercicio mental a conciencia? No solo tomar en cuenta los gustos del agasajado; sino también sus creencias, sus pasiones en la vida, sus intereses presentes, sus hobbies, sus mascotas, su familia. Muchos afirman que es mejor obsequiar experiencias, como ser: un pase para el spa, entradas para el teatro, etc.

Ahora, cuando damos aquello que nos sobra, eso que nos regalaron y no nos gustó o aquello que compramos sin tener en cuenta al agasajado, ¿somos generosos en realidad o más bien un tanto avaros?

Según la RAE, «avaro» significa «que escatima algo» y «escatimar» hace alusión a «disminuir lo que se ha de dar, acortándolo todo lo posible». ¿Es esto sinónimo de generosidad?

Entonces, ¿cuál será la actitud correcta al obsequiar algo? Y la intención detrás de cada regalo significativo, ¿surge de la mente o brota del corazón del dador? Por último, te hago una pregunta más específica: ¿Qué es más importante: el valor o la utilidad del regalo?

Espero que la próxima vez que regales algo, recuerdes esta bitácora. También deseo que entregues tu obsequio de corazón. Seguro será recibido con agrado.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 17 de septiembre, 9:23 a. m.

El 8 de julio escribí una «Bitácora de viaje» sobre los intentos fallidos. Ahora, toda historia siempre admite nuevos capítulos y este sería «Intentos Fallidos 2».

A principios de septiembre agasajé a alguien especial con una torta de cumpleaños casera. Usé mi receta habitual. Seguí las instrucciones; pero le agregué ruibarbo de mi huerta y dulce de zucchinis casero para darle un toque original. ¿Un dato curioso sobre el ruibarbo? Es originario de Asia y pariente del apio, y por su uso en repostería se lo considera una fruta.

Controlé el tiempo de cocción. Prendí la luz del horno y estaba hasta el borde de la budinera. Horneada a la perfección. Dorada, esponjosa, bien alta. Excelsa. La retiré y…. ¡plaf! Colapsó, así como implosionan los edificios.

Sentí una gran decepción. Se desmoronó ante mis ojos. Me había apresurado a sacarla. Otro fiasco total. Pero ya había invertido mucho esfuerzo y no la iba a desperdiciar, así como así. Dejé que se enfríe. La corté en porciones. Y, para mi sorpresa, se había transformado en un budín de pan. Cada rodaja tenía esa misma textura: dulce y muy húmeda.

Me puse a pensar en tantos inventos exitosos creados a causa de errores o accidentes como el velcro, el teflón o la penicilina. Con respecto a nuestros pseudo intentos fallidos, te comparto una cita de Franklin D. Roosevelt: «En la vida hay algo peor que el fracaso; no haber intentado nada». No hace falta aclaración.

¿Cómo reaccionas cuando intentas algo y el resultado no alcanza tus expectativas?

Me despido con una paráfrasis de mi bitácora del 8 de julio: Otro intento fallido, otra coyuntura ideal para recomenzar. Intentos fallidos: curso intensivo y obligatorio en la escuela de la vida y de las segundas oportunidades.

Por Monica Lombo © 

Bitácora de viaje: 26 de agosto, 8:21 a. m.

El lunes pasado salí a caminar a la mañana, como de costumbre. Al regresar me encontré con una mujer de pequeña estatura, a quien voy a llamar «H». Ella venía con dos bolsas pesadas en cada mano repletas de latas y botellas para reciclar. Se esforzaba por caminar erguida y, cada tanto, se detenía a descansar. Apoyaba la carga en el suelo por unos segundos y luego seguía otro trecho más.

Me acerqué y le pregunté por qué juntaba esos materiales. Entonces, me contó su historia. Durante el aislamiento por la pandemia los días le resultaban interminables. Por eso, decidió invertir sus horas en beneficio de los demás, y esto la motivó a recorrer las calles para juntar esas latas y botellas. Cada día las lleva a su casa, las clasifica y, por último, las vende a los comercios que las reciclan. Todo el dinero que recauda lo dona a distintas entidades benéficas y compra tela y cose pañales para bebés en países en vías de desarrollo. Además, colabora con un banco de alimentos local.

Al ver su esfuerzo, me ofrecí para acarrear sus bolsas, a lo que me contestó: «No, gracias. Si dejo que tú las cargues por mí, mis músculos se atrofiarán. Necesito estar fuerte para poder hacer este trabajo por mí misma por muchos años más». ¿Te cuento un dato curioso sobre ella? «H» tiene 71 años. Es un perfecto ejemplo de esa frase que algunos atribuyen a San Juan Bautista de La Salle y otros a Eduardo Galeano, y que dice: «Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas pueden cambiar el mundo». Considero que su labor no solo beneficia a mucha gente necesitada, sino que tiene un gran impacto positivo sobre el medioambiente. «H», una mujer pequeña con una influencia muy grande.

Hoy, mis preguntas para ti son: ¿Cuáles son los factores que nos impiden ser más solidarios? ¿Qué otros ejemplos de pequeñas cosas que ayudan a cambiar al mundo se te ocurren?

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 20 de agosto, 9:20 a. m.

El verano pasado visitamos Goderich, una localidad costera a orillas del lago Huron con playas deslumbrantes, aguas color turquesa y un pintoresco distrito histórico. Por estas razones, muchos la llaman «la ciudad más bonita de Canadá».

En nuestro recorrido, encontramos un faro en lo alto de una colina. ¿Te cuento algunos datos curiosos? Es el más antiguo sobre el Huron y su torre es cuadrada. Al parecer, la mayoría de ellas son de forma circular porque, estructuralmente, son más fuertes contra las inclemencias del tiempo. Las cuadradas sufren más el estrés que producen las fuerzas de la naturaleza, por eso son poco frecuentes.

Al observarlo, me pregunté: ¿Por qué sus constructores habrán decidido hacer esta torre diferente a las demás? ¿Habrán querido imprimirle un sentido de originalidad o solo expresaron su creatividad a través de una obra arquitectónica distinta?

Según Albert Einstein, «La creatividad es la inteligencia divirtiéndose». Ahora, según el diccionario definición.de «creatividad es poder generar ideas e impulsar propuestas novedosas, es la capacidad de inventiva, el pensamiento original o la imaginación constructiva. Se trata de la predisposición para inventar algo —es decir, para hacer uso del ingenio—, la habilidad para hallar caminos originales y la voluntad de transformar el entorno».

Opino que la creatividad es uno de los tesoros más valiosos depositados en el ser humano. Poder expresar nuestra originalidad por medios diferentes como la pintura, la música o la arquitectura es, sin lugar a dudas, un privilegio y un honor.

Te pregunto: ¿Se puede aprender a ser creativos? ¿Cuál es el peor enemigo de la creatividad?

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 7 de agosto, 6:06 p. m.

El último feriado fuimos al lago Erie; a pesar del intenso viento. Allí encontramos deportistas practicando kitesurf, un deporte en el que tus pies están fijos en una tabla de surf y una cometa te impulsa sobre las olas mientras haces piruetas y «vuelas» por el aire.

Ellos se deslizaban a toda velocidad por la bahía. El de la cometa azul parecía ser profesional porque «flotaba» en el aire cada vez que la giraba para emprender la vuelta. Todos habían desarrollado un buen grado de maestría. Todos menos uno: el de la cometa negra.

Al parecer, era principiante. Cuando llegamos, ya estaba flotando y sosteniendo su cometa con esfuerzo. Intentó levantarse varias veces; pero las ráfagas eran tan fuertes que no podía y otra vez desaparecía entre las olas.

Sus compañeros, extenuados, se retiraron a descansar; pero él siguió intentándolo… sin desmayar. Al caer la tarde, pudo domar el viento una vez y navegar una vuelta completa. Fue el último en salir del lago y quien más practicó su rutina.

Al observar su empeño, recordé la palabra «perseverancia» y una frase de Mahatma Gandhi. ¿Te doy un dato curioso? Mahatma significa «alma grande». Su reflexión dice así: «Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa». «Perseverar», según la RAE, se define como «mantenerse constante en la prosecución de una tarea».

Me gustó esta cita porque alude a la constancia necesaria al emprender un proyecto. Pienso que la perseverancia también es una virtud. Poder mantenerse firme a lo largo de una tarea es un rasgo que mucho anhelamos desarrollar a medida que maduramos.

¿Crees que «nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo»? ¿Qué es más importante: intentar una tarea o ser exitosos al intentarla?

 Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 29 de julio, 6:45 p. m.

Si pudieras diseñar la tapa de tu nuevo libro, ¿qué foto usarías y por qué? Te invito a cerrar los ojos por unos instantes y a dibujar en el atril de tu mente «una imagen que valga más que mil palabras…».

Sabes, durante el proceso de escribir «Los Ladrones del Alma» dediqué varias horas a seleccionar la foto ideal que representara su contenido, hasta que un amigo de la familia me regaló un primer plano de «Wendy». Fue amor a primera vista. Y así, esta gatita de mirada perspicaz quedó retratada —para siempre—, en mi primer libro.

Muchos lectores, al observarla con atención, me preguntaron: Pero… ¿qué tiene en su orejita derecha…? Todos empezaron a sugerir distintas opciones. Entonces, se generó un enriquecedor intercambio de ideas al tratar de dilucidar esta incógnita que Wendy hasta el día de hoy nos presenta…

Incógnita que seguirá presentando por muchísimos años; a pesar de su ausencia. El pasado 20 de julio, «Día de la Amistad» en muchos países, fue el día que eligió para ausentarse de esta tierra. Partió como parten todas nuestras queridísimas mascotas: se esfuman de nuestros días; pero nunca de nuestra historia.

Todas las despedidas son en extremo dolorosas; ya sea la muerte de un familiar, de un amigo o de una mascota.

Pero esas ausencias presentes vivirán para siempre en nuestro corazón, y en los ojos nostálgicos de nuestra memoria.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 28 de julio, 6:14 p. m.

Para nuestra bitácora de hoy, he elegido una frase de Ida Vitale, poeta, crítica literaria y traductora del francés y del italiano oriunda de Montevideo, Uruguay, un país que amo y llevo en mi corazón. 

¿Te doy algunos datos curiosos sobre ella? Bien. Ida tiene 98 años, se la considera la última exponente de la generación del 45 y en el año 2018 recibió el premio Cervantes.

Una trayectoria impresionante.

Su reflexión para hoy dice así: «Hoy el viento es poderoso, pero no es él quien lo dice sino las ramas de la encina. Aprender de esa discreción, de esa lección muda del viento…».

Ida nos recuerda que el viento es poderoso; pero no es él quien lo expresa sino las ramas de los árboles. Para ser más precisos, las ramas de la encina. Esta gran poeta nos invita a aprender de esa «lección muda del viento». Te cuento que «discreción», según el diccionario de la Real Academia Española, es la «sensatez para formar juicio. Es el tacto para hablar u obrar. También es sinónimo de reserva y de prudencia».

Con respecto a la discreción, creo que es una virtud. Poder expresarse con ingenio, en el momento más oportuno, es un rasgo que desearía poder desarrollar aún más.

Me pregunto y te pregunto, ¿qué otras lecciones valiosas podemos aprender al observar el poder de la naturaleza?

Espero que hayas disfrutado de esta bitácora breve y me despido, por ahora, con una petición: ¿Me regalarías algunas sugerencias prácticas para aprender a ser más discretos?

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 8 de julio, 5:55 p. m.

¿Te gusta el bricolaje, los proyectos DIY o «hágalo usted mismo»? A mí me fascinan. Por años me he dedicado a reciclar y restaurar artesanías a pequeña escala; pero esta vez me animé a hacerlo con un elemento un tanto más grande…

La puerta de entrada. Era insulsa, amarillenta. Antes del invierno, había pintado la cara interna. Teñí esa primero para practicar, por las dudas que me saliera mal. Quedó presentable, por ser el intento de una aficionada. Luego, nos acosó el frío intensísimo. Aplacé completar el proyecto. Ahora en pleno verano, muy satisfecha con el resultado anterior, tomé coraje y decidí terminar la parte exterior. ¿Qué te parece? ¿Cómo habrá quedado…?

Bastante bien, por cierto. Igual o mejor que la cara interior. Contenta con el nuevo aspecto de esta abertura, me fui a dormir con la satisfacción de una tarea cumplida. Un renglón menos en mi lista de pendientes. Al día siguiente, fui a regar mi jardín del frente, mientras me preguntaba: ¿cómo lucirá mi puerta reciclada con los primeros rayos de sol…?

Y allí incólume me esperaba ella… por completo descolorida. Fiasco total. ¿Qué había sucedido…? ¿Por qué extraña razón se despintó toda de la noche a la mañana?

Había dedicado horas de mi preciado domingo para llevar a cabo mi misión artística. Ahora, al contemplarla con atención, se me presentaban dos opciones: frustrarme por la decepción o tomarlo con calma y reírme ante el intento fallido.

¿Por cuál habré optado? Me reí a carcajadas, por supuesto. Una puerta despintada, un intento fallido, una coyuntura ideal… para recomenzar.

Intentos fallidos: sin dudas, un curso intensivo —y obligatorio— en la escuela de la vida y en la academia de las segundas oportunidades.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 21 de junio, 7:15 a. m.

¿Has usado bastones de trekking o senderismo? Son excelentes. ¿Beneficios? Ayudan a mejorar tu postura, te aportan equilibrio y velocidad al andar, y aligeran las dificultades del terreno, entre otros.

Amaba los míos. Los usaba dos veces a diario en el bosquecito del riachuelo hasta que…

Hasta que el jueves pasado, al cruzar el puente, los apoyé para sacar una foto. 

De pronto me di vuelta y, sin querer, los toqué con mi riñonera…

Uno de ellos cayó al agua y lo arrastró la correntada. Corrí apurada por la orilla para rescatarlo; pero fue en vano… Perdí la partida frente a la corriente impetuosa que ya había capturado mi tan preciado bastón de marcha nórdica.

Todavía no compré un juego nuevo. Para no alterar mi rutina diaria, esta mañana salí igual solo con el que me quedó huérfano. Al verme mi vecina de enfrente, una dulce alemana de 86 años, me preguntó qué había pasado. Con desazón, relaté el desafortunado incidente. Me escuchó con atención, luego fue a su automóvil y me prestó uno de los suyos, diciéndome: «Úsalo hasta que compres un par nuevo».

Su actitud me hizo pensar: ¿Cuándo fue la última vez que yo auxilié a mis vecinos? O, ¿cuánto hace que yo no ayudo a quienes viven a mi lado?

Un gesto solidario… es mucho más que dar una mano. Es ver la necesidad del otro y, de corazón, ofrecerle un punto de apoyo.

Por Monica Lombo ©

Las aguas del riachuelo crepitan entre mis dedos. ¿Crepitan…? Sí, pues su sonido es rápido, repetitivo. Típico de los torrentes de deshielo. Esos que decantan de los acantilados cercanos. Son gélidas. Los vasos sanguíneos de mis pies se contraen de inmediato y me invade una sensación de bienestar, casi de sanidad…

¿Sabes cuántas horas caminé para poder refrescarme en este tórrido verano canadiense? [¿Qué? ¿Calor en Canadá? ¡Por supuesto! La temporada estival es corta; pero con días por encima de 30 °. Una delicia.] ¿La respuesta? Cinco minutos, o sea, dos cuadras.

Está tan cerca que, en ocasiones, no lo he apreciado como se merecía…

Me pregunto: ¿Debo recorrer largas distancias para juntar agua potable? No. ¿Es acaso temporada de sequías? Tampoco. ¿Sus aguas están contaminadas? No, al contrario, son prístinas.

Entonces, ¿por qué valoro más los ríos distantes que este arroyo en la hondonada de la esquina? ¿Por qué solo entiendo el valor supremo del agua en la sequía? O ¿por qué solo aprecio lo esencial después de que se marchita…?

No sé tú; pero yo me he propuesto disfrutar aún más de lo simple. Y del presente.

Amar aún más aquello que está al alcance de mis manos.

Y practicar de continuo un gesto austero, pero trascendente: valorar el hoy. Ser más agradecida.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 28 de mayo, 3:30 p. m.

¿Te resulta fácil esperar? ¿Eres paciente? ¿Te sueles quedar quieto/a por al menos media hora mientras aguardas en una sala de espera?

Te soy sincera, yo no. En ese tiempito, respondí correos, mandé mensajes de texto, leí mi libro de turno, hojeé las revistas de la mesita ratona, ordené mi cartera, o sea, acomodé mis maquillajes, tiré los recibos inservibles, entre otras cosas.

Para mí, la espera es sinónimo de pasividad. Y eso me cuesta. Es equivalente a una transición, es decir, una brecha áspera entre la acción y la inacción. Y eso, a veces, me exaspera.

Igual, te confieso algo: con los años, he aprendido que no todas las esperas me exasperan. Y que las transiciones no son ásperas en vano.

Pues la espera actúa en áreas que nuestro accionar constante ignora: lima nuestras aristas más irritables y nos despoja de la capa de superhéroe que nos compele a querer lograr todo por nuestros propios medios.

¿Y los tiempos de transición? Ellos, son un símil del alfarero.

Sí, del artista que toma el cuenco de barro… y lo transforma.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 11 de mayo, 2 p. m.

La simiente deriva en planta a pesar de todos los factores disgregadores que intentan corromperla hasta aniquilarla.

Por eso, te invito a que sembremos en otoño con proyección a la primavera.

Declararemos así que, a pesar de todo, confiamos en que la tierra puede procesar lo orgánico y producir algo útil.

Plantemos esas semillas con convicción, pues contienen el potencial para resurgir del quebranto apisonador de lo terrenal, para renacer de lo inveterado de la tierra, porque encierran en sí el poder de lo eterno que se despliega con creces cada primavera.

Nuestras vidas, al igual que las semillas, también sufren los embates de diversos factores disgregadores que intentan corrompernos hasta aniquilarnos. Circunstancias invernales que atentan contra nuestro progreso. Etapas en las que parece todo parece infructífero, en las que sentimos tener más perdidas que ganancias. Y es cierto. Con el tiempo —y en efecto— perderemos cosas importantes…

Sin embargo, existe un componente esencial que nunca debemos extraviar. Y se llama «Esperanza». Sinónimo de mutación. Viraje. Enmienda. Conversión. De nuevas etapas.

Por Monica Lombo ©

Bitácora de viaje: 17 de abril, 7 a. m.

Aunque el sol brilla con intensidad, el viento gélido no cesa de soplar todavía.

Este invierno ha sido larguísimo. En su paso habitual, ha dejado sus vestigios por doquier… En el arroyo, miles de gajos secos.

En mi jardín del frente, infinitas hojas muertas.

Salgo a caminar igual. A pesar del frío y la ventisca que castigan mi rostro y queman mis manos. En el arroyo encuentro, entre tantos gajos secos, algunos brotes verdes. Y en mi jardín del frente, entre tantas hojas muertas, algunos jacintos blancos en flor. Hojas muertas y jacintos florecidos. Comunión perfecta entre la calidez y el frío. Gajos secos y brotes verdes. Amalgama inusual entre la vida y la muerte.

Y la Vida, como siempre, resucita. Y vence. Y está cerca. Tan cerca que hasta puedes respirar Su presencia.

Por Monica Lombo ©